Cuando ella nació, su madre que ya tenía varios hijos, no la atribuyó a ninguna bendición del cielo. Por el contrario, más de una vez siendo muy niña la escuchó renegar de su existencia.

CARLA

Su padre pronto perdió el trabajo y comenzó a quedarse en casa al cuidado de los chicos, mientras su mamá salía a trabajar por horas.

Era al irse sus hermanos a la escuela cuando mejor lo pasaba, porque toda la atención de su padre era para ella. Le hacían bien esos momentos en los que se sentía querida, en los que recibía las caricias que su madre ocupada retaceaba.

El tiempo fue pasando y Carlita comenzó a ver cambiar lentamente su cuerpo. No quería crecer por miedo a perder el afecto de su papá, no quería dejar de ser su nena. Las caricias de su padre fueron cambiando y en lugar de aquella felicidad primera dejaban una sensación distinta, una mezcla de culpa y miedo.

Por temor a perder ese afecto decidió callar, cuando aquella forma de lo que creía  amor cruzó los márgenes del pudor, lastimando, dejando huellas nuevas a su paso y con la confusión cada vez más grande ante la explicación de que aquella era solo una manera más secreta y profunda de quererla,  un pacto único y personal entre ellos, algo que ella nunca debería rebelar.

Fue cuando la pequeña Carlita pasó a ser Carla, y su mundo niño se perdió quizás para siempre en la oscuridad de un mundo adulto cargado de nuevas responsabilidades, de ocultamientos y secretos, de querer hablar y no poder, de sentir que así solo sufre ella y que de otro modo todos sus hermanos pagarían el precio de la disolución familiar.

A los 15 años habló con su madre y le contó lo que desde muy pequeña le estaba sucediendo. En lugar de una mamá encontró a otra mujer que en defensa de su territorio desmintió sus dichos y le pidió que se fuera.

En el frío de la noche, un hombre se le acerca y cruza unas palabras. Carla espera apoyada en la pared el  colectivo que nunca va a tomar.